Si hablamos de libros como Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda o El gigante bonachón, a cada uno de nosotros y nosotras nos evocará un sentimiento o pensamiento distinto, en función del peso que estas obras hayan tenido en nuestra infancia. El autor de todas ellas, Roald Dahl (1916 – 1990), nunca fue un tipo ejemplar, detalle que podemos observar en la forma que tenía de contar historias.
Desde hace algunas semanas y gracias a la era digital en la que nos encontramos, venimos testificando sobre la última polémica que implica el uso del lenguaje inclusivo. Como contexto, Puffin Books y The Roald Dahl Story Company, que actualmente es propiedad de Netflix, han llevado a cabo cientos de modificaciones sobre los libros del autor amparándose en el momento actual.
Es cierto que nos encontramos en una realidad donde se están dando pasos hacia delante en todo lo referente a la inclusión, sin embargo, esto no debería conllevar que fuese necesario reescribir toda nuestra historia. Más aún, en libros infantiles sustentados, en su mayoría, sobre un mundo de ficción donde, desde una mirada realista, ninguna historia tendría sentido.
Transformar antiguas obras literarias con el fin de que congenien mejor con el momento social que estamos viviendo carece de lógica puesto que esto conllevaría que, cada cierto tiempo, tuviéramos que adaptar, no solo el mundo literario sino todo lo artístico, a la época en cuestión.
Amparándonos en un tema infantil, creamos polémicas de personas adultas. Dahl, que a pesar de tener creencias e ideologías muy cuestionables, supo crear mundos de fantasías para niños y niñas, siempre se amparaba en la misma frase cuando le salpicaba la polémica: “Nunca recibo protestas de los niños”.
Para educar a los/las más pequeños/as sobre las bases de la igualdad de género y el uso del lenguaje inclusivo, se necesita mucho más que cambiar el lenguaje utilizado en libros escritos durante el siglo pasado. Resulta utópico pensar que, para evolucionar como sociedad, sea necesario transcribir nuestra propia historia, sobre todo porque es esa misma la que nos hace ver de dónde venimos, dónde estamos y hacía dónde debemos ir.
Como seres humanos, una de las mayores ventajas que tenemos es poder valorar nuestra capacidad evolutiva, algo que resultaría imposible si nos esforzamos en borrar las huellas dejadas a lo largo del camino.
Como dijo el poeta, novelista y filósofo español, Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana, “quien no conoce su propia historia, está condenado a repetirla”.